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Si hablas con Dios, estás rezando; si Dios te habla a ti, tienes esquizofrenia. Si los muertos te hablan, eres un espiritista; si tú hablas con los muertos, eres un esquizofrénico.

Thomas Szasz

Los trastornos psicológicos han existido desde hace tanto como la humanidad y, aunque no siempre se han manifestado de igual manera en función de la época o de la cultura, estos han sido objeto de gran atención por parte de los profesionales de la salud, debido al sufrimiento que generan en la persona. Esta atención que han recibido, por desgracia, no siempre ha sido positiva, y ha dado como resultado aislamiento, discriminación y malos tratos a las personas que han sufrido estos trastornos.

Uno de los retos actuales es acabar con la estigmatización que genera el padecer un trastorno psicológico o el simple hecho de ir al psicólogo. Aún a día de hoy nos podemos encontrar poniendo excusas o dando razones inverosímiles a nuestros allegados de por qué no estamos disponibles en lugar de admitir que tenemos cita con el psicólogo. Esto, sin embargo, no se extiende a otros profesionales de la salud como pueden ser médicos o fisioterapeutas, y el motivo es ese estigma del que hablamos, el que nos hace pensar que si voy a la consulta del psicólogo es porque “estoy loco/a”.

Además, a día de hoy, lugares como los hospitales psiquiátricos siguen siendo el escenario perfecto para una película de terror, y podemos encontrarnos múltiples ejemplos de la ficción donde la enfermedad mental o los trastornos mentales se asocian con depravación, violencia y peligro. Entonces, ¿cómo superar esa concepción tan extendida?

En primer lugar, es importante normalizar el hecho de ir a terapia. Igual que si me duele la espalda voy al fisioterapeuta sin dudarlo, si tengo una ansiedad incontrolable o llevo dos meses sin ganas de hacer nada, sin salir de la cama, lo normal no es esperar a “que se pase” como muchas veces hacemos, sino ponernos en manos de profesionales que puedan guiarnos en la búsqueda de soluciones a nuestros problemas.

Debemos aclarar que no compartimos otro pensamiento que está, en cierta medida, extendido: el “todos/as deberíamos ir al psicólogo”. No es así, sino que deberíamos valorar si en este momento nuestro malestar psicológico ha excedido nuestra capacidad de control y nuestros recursos personales y, si la respuesta es afirmativa, entonces sí deberíamos hacer esta visita. ¿Por qué? Porque es normal sufrir, es normal estar triste, es normal sentirse estresado. No pretendemos estar bien el 100% del tiempo y las distintas emociones son todas igual de importantes y necesarias, por eso no es cierto que “todos/as deberíamos ir al psicólogo”, sino que tenemos que ir cuando lo necesitemos (si es que lo necesitamos).

Esto tiene mucho que ver con el entorno en que nos desenvolvamos, no solo con nuestros recursos personales. En los manuales de Psicología, si un criterio hay común a todos o prácticamente todos aquellos conjuntos de síntomas calificados como “trastornos mentales” es el de generar un importante malestar en el individuo o un deterioro en lo social, laboral u otras áreas importantes del funcionamiento. Además, en muchos casos, como en los trastornos de personalidad, para poder hacer un diagnóstico es necesario que este conjunto de comportamientos se den en diversos contextos, no solo en uno. Si yo manifiesto una personalidad histriónica pero estoy bien adaptada a mi entorno, y esto no me supone un deterioro social, puede no requerirme ningún tipo de tratamiento; mientras que para otra persona con mis mismos síntomas o repertorios conductuales puede resultar difícil desenvolverse en su entorno particular. Es por eso que es tan importante, a la hora de evaluar y diagnosticar, fijarnos muy bien en el contexto de la persona, pues esto, así como las interacciones de la persona con su entorno, van a determinar que tengamos que fijarnos unos u otros objetivos.

Cuando hablamos de contexto, incluimos la cultura, de gran importancia en la concepción de qué se considera “adaptado” y qué no. En los manuales diagnósticos, como el DSM-5, existe un apartado titulado “Glosario de conceptos culturales de malestar”, donde se incluyen algunos conceptos como el taijin kyofusho (“trastorno de temor interpersonal” en japonés), síndrome cultural caracterizado por la evitación de situaciones sociales ante la convicción de que la propia apariencia y acciones son ofensivas para los demás. Este síndrome se encuentra en sociedades que hacen gran hincapié en la necesidad de cohibirse para mantener ciertos comportamientos adecuados en las relaciones interpersonales jerárquicas. En una cultura como la nuestra, por ejemplo, sería raro ver este tipo de síndrome, pues las relaciones jerárquicas (ej.: jefe-empleado) no son, por lo general, tan estrictamente formales.

Por otro lado, es importante diferenciar entre síntoma y trastorno. Un trastorno mental es una agrupación de síntomas que normalmente se dan en conjunto y que nos permite hacer una clasificación e investigar sobre los tratamientos más adecuados. Esta agrupación no deja de ser algo artificial y, ante todo, una forma de facilitar la comunicación entre profesionales cuando, por ejemplo, emitimos un informe. Pero tener síntomas aislados, o incluso un conjunto de síntomas, no implica tener un trastorno. Hay otros criterios, como que estos se presenten con una temporalidad determinada, que no sean producto del consumo de sustancias y, sobre todo, como ya se ha comentado, que estos supongan un deterioro importante en la vida del individuo o que marquen una diferencia respecto a una situación anterior.

Por eso, “estar triste” no es estar deprimido, ni “cambiar mucho de estado de ánimo” es padecer un trastorno bipolar. Esto ha llevado a diversos autores a denunciar el sobrediagnóstico y la “creación” de nuevos trastornos mentales a medida que se comercializan nuevos fármacos, como Marino Pérez Álvarez y Héctor González Pardo en su libro La invenciόn de trastornos mentales, o como ya anticipara Thomas Szasz, a quien nos referimos en la cita de entrada de este artículo, en los años 70 con sus libros La fabricación de la locura o El mito de la enfermedad mental.

En conclusión, es complejo establecer la línea que separa lo “normal” de lo que no lo es y, desde luego, esta línea no es la misma ni en todos los momentos de la historia, ni a lo largo de nuestras vidas, ni de un individuo a otro. Por eso es conveniente tratar al individuo como parte de algo más complejo, y ver cómo sus diferentes entornos. Y, sobre todo, no poner etiquetas gratuitas, pues en ocasiones derivan en más dolor que soluciones.

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